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La oficina siniestra

Marcela (1)

            En el pueblo, aunque sea de vista, todos nos conocemos, pero este conocimiento es mayor cuando existe una mayor habitualidad en la visita a nuestra oficina, como en el caso de Marcela, dueña del bar y propietaria del piso en que se aloja Olga desde que llegó. A sus treinta y pocos años, podría decir su edad exacta pero el sigilo profesional me lo prohíbe, ha enviudado ya dos veces. En ambas ocasiones se casó con solterones recalcitrantes del pueblo de carteras bien provistas, lo que unido a su olfato mercantil le ha transformado en una de las terratenientes del pueblo.

          Tiene una bonita figura, no se puede decir que estilizada aunque sí ondulada en sus justos términos. Sus andares, no exentos de cierta elegancia, me han recordado siempre a los de una bailarina de ballet. No ocultaré que siempre me ha resultado atractiva y deseable, pero una cierta prudencia y temor reverencial  ha hecho que guarde las distancias frente a su persona. En el pueblo comentan la circunstancia de que sus dos maridos murieran “en la cama” y no precisamente durmiendo. Este rumor sobre su fiereza y fogosidad sexual has traspasado hasta los límites del pueblo. Pero, en general, la gente la mira con cierta simpatía y la benevolencia de quien ha sido capaz de alegrarle los últimos momentos como nunca habrían imaginado aquellos provectos hombres. ¡Y qué mejor forma de morir que en pleno éxtasis sexual! Pueden decir lo que quieran, pero de ahí surge mi temor, no soy un fuera de serie, para que engañarnos, en estos ejercicios del sexo activo y ello hace que, ese instinto de supervivencia de no morir tan joven, me mantenga a distancia de las fauces de esa mantis.

     Yo la conocía sobre todo del bar, que es donde vamos a desayunar, pero a conocerla más “íntimamente”, si es que puede llamarse intimidad a mi despacho, cuando vino a que le informara los trámites para solicitar la pensión de viudedad por la muerte de su segundo marido. Horas de discusiones, sólo interrumpida por Olga que me pasaba escritos para firmar mientras no quitaba ojo de la neoviuda, hasta convencerla de que ahora que había muerto su segundo marido no podría recuperar también la pensión de viudedad de su primer marido por mucho que aquél hubiera cotizado.

        Vestía de negro riguroso de pies a cabeza, tenebrismo sólo interrumpido por unos perfiladísimos labios rojos que bailaban sobre su cara mientras salían las palabras de su boca. En aquellos conciliábulos me enteré de que el nombre de Marcela, no se lo habían puesto por dotarla de un cierto exotismo sino por un error del encargado de registro que aparte de enchufado era semianalfabeto y confundió Carmela, su nombre original con Marcela.

        De vez en cuando venía a hacer alguna gestión y aunque Olga se aprestaba a atenderla, preguntaba invariablemente por el jefe a lo que aquella contestaba con un gesto hosco, mal disimulado, a la vez que me llamaba. A veces era colocar un simple sello en un papel al que ella solía responder con una apertura de labios en que su dentadura blanca iluminaba su rostro, mientras un perfume sabrosón envolvía aquella atmósfera burocrática, de habitual olor a celulosa, por unos minutos. Yo, precavido, siempre procuraba mantenerme a una más que prudente distancia, porque me iba haciendo consciente que a medida que pasaban los meses de aquel señalado óbito, la tela negra sobre su cuerpo iba mermando a la vez que aumentaba el tamaño de piel, sedosamente blanca, que iba dejando al descubierto.

3 comentarios

abril -

Peligro, peligro...

Clooney -

ufff!

milongas -

Creo que ya puedes darte por muerto! je, je, je,...
Salu2.